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15 de mayo de 2016

¿De dónde venimos?

Parece conveniente abordar otro de los problemas que arrastra España a la hora de mirar los datos de las evaluaciones internacionales de educación. Un problema que, por otra parte, suele tener mucho en común con el de otros países en vías de desarrollo como pueden ser los de América Latina. Dicen que las comparaciones son odiosas. Yo no iría tan lejos, pero hay aspectos que son más susceptibles de comparación que otros entre sociedades. Así, al igual que parece complejo trasladar el sistema educativo finlandés a países que multiplican por siete la población de Finlandia, no parece difícil caer en la cuenta de dónde partía cada sociedad.

Escuela franquista

Como tampoco es difícil caer en la cuenta de que niños con escaso acceso a la cultura en sus familias, barrio o pueblo, lo tendrán más complicado para llegar a puestos directivos que niños con entornos favorables. Y no es que haya que llegar a puestos de dirección en alguna gran empresa para, digamos, realizarse como persona. Pero parece que son los estándares en boga en una sociedad global que tanto valora el éxito individual. En cualquier caso, volviendo a la capacidad de acceder a la cultura, a la calidad de formación académica que pueda alcanzar un menor, parece claro que su entorno sociocultural es un factor importante (sería atrevido calificarlo como determinante, pues siempre hay excepciones). Bastaría con describir algunos ejemplos intuitivos: hijos de padres con estudios superiores, hijos de padres ávidos lectores y visitantes de museos… Pero no basta; también cuentan los recursos económicos y cómo se empleen, así como un sinfín de factores, incluida la dedicación o el interés real de los progenitores por acercar la cultura a sus vástagos.

Esto, que parece de Perogrullo, no es tan fácil de asimilar cuando nos tiran a la cara una tabla con datos. Como si en un hoja de cálculo cupiera todo, incluso más allá del cinturón de Kuiper. Pues tiremos de tabla de datos:


¿No les dice nada? Es sencillo: los niveles 0-2 son los de menor formación académica; los niveles 3-4 son los intermedios (educación secundaria), y los niveles 5-8, los superiores (formación profesional superior en un extremo, y doctorado en el otro). Es decir, mientras que en la media europea el mayor porcentaje de población cuenta con estudios secundarios (45’0 % las mujeres, 48’4 % los hombres), en España el mayor porcentaje de la población cuenta solo con estudios primarios (41’6 % las mujeres, 45’2 % los hombres). Naturalmente que estas diferencias se van atenuando en edades jóvenes, porque cuarenta años de democracia pueden haber servido para recuperarnos. Pero, como declaró el filósofo Emilio Lledó recientemente, “este país sería mejor si se hubiera mantenido la República”. Y es que cuarenta años de dictadura franquista pasan factura.

Dos generaciones de retraso en educación no son moco de pavo y de alguna manera debe de sentirse. Y aún se sienten. Porque, lejos de apaciguarnos, quienes siguen detentando el poder empresarial y económico se niegan a perderlo, obviamente, y, desde el telón de fondo de la democracia, “libremente” siguen moviendo los hilos para reinstaurar las diferencias. Se empieza a cuestionar al sistema mediante datos escogidos, cuando, en realidad, se realiza una crítica que apunta a destruir los mínimos pilares que se han ido fijando para contribuir a una sociedad más equitativa. Se critica la igualdad como si no fuera obvio que cada cual es de su padre y de su madre, cuando saben que nos referimos a crear igualdad de oportunidades (“Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”, ¿verdad que les suena?). Apuntan al sistema educativo y a las leyes que hay detrás olvidando que la incorporación laboral de la mujer en España tuvo su máximo auge a partir de los 90, que la burbuja inmobiliaria y el boom de la construcción sedujeron con cantos de sirena a miles de alumnos de instituto. Y, tras encandilar con el producto importado del sueño americano, disparan con bala a quienes se quedan por el camino, poniéndoles de vagos para arriba. Bueno, a ellos, a sus familias y a sus profesores. Siguen defendiendo el éxito individual por encima del éxito de la comunidad, como si la comunidad no hubiera hecho bastante ya por ellos, y lo que es peor, como si lo ignorasen. Mueven los hilos sirviéndose de campañas institucionales o de tapadillo dan pábulo a todo aquel que llegue con la idea de “diferenciarse” o de “marcar la diferencia”, para luego aparecer como nuestros salvadores: para remediar la brecha digital que fomentan, por ejemplo. Y, por supuesto, que “cada cual se busque la vida como lo he hecho yo”, dicen. De hecho, será muy raro oír a alguien humilde criticar al “papá Estado” al que aluden estos potentados o quienes les siguen.

Por supuesto que el esfuerzo individual cuenta para que cada cual salga adelante (otra obviedad), pero uno solo no logra nada (otra obviedad que parecen olvidar). Como si no nos esforzáramos. Y claro que habrá de todo, pero fíjense que siempre son las huestes que se hacen llamar neoliberales las que llaman la atención sobre el valor del esfuerzo, y miren, entre otras, noticias como esta: “El Gobierno de Cifuentes utiliza hospitales públicos de Madrid para recolocar a afines al PP”.

Y, mientras, van dinamitando la escuela pública apoyándose en el discurso de los méritos. Haciéndonos olvidar que el mérito de la escuela pública es el de contribuir a una sociedad con menos diferencias sociales y culturales, donde cada cual aprenda a sacar lo mejor de sí mismo. Y perseveran en empujar al ostracismo a quienes no pueden costearse las cuotas (alegales) de la educación concertada (privada, pero financiada con fondos públicos), empujando a un falso elitismo a quienes creen todavía que la letra con sangre entra, como nos contaron los abuelos, como les contaron a ellos durante cuarenta años de nacionalcatolicismo. Porque es de ahí de donde venimos. Y no nos dejan despegar.




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